...de “Una tierra prometida”, su primer volumen de memorias que ya batió récords de venta. “La gente joven se están organizando para cambiar las cosas, eso me inspiró”, sostuvo
—Al leer Una tierra prometida, parece que desarrolló su vocación política de una manera bastante tardía y de forma muy orgánica, y describe su carrera política como una serie de pasos naturales, casi inevitables. Pero, ¿cuánto hay de impulso y cuánto de determinación? ¿Cuánta ambición se requiere para llegar hasta la cima?
—Sabe, me hago esa misma pregunta a lo largo del libro. Ya fuera al abandonar el trabajo comunitario en Chicago para estudiar en la Facultad de Derecho de Harvard o decidir postularme para el Senado después de obligar a mi familia que soportaran una carrera electoral, a menudo me preguntaba si estaba tomando mis decisiones por pura ambición o si una parte tenía que ver con la vanidad. Con el tiempo, me he dado cuenta de que no hay forma de desentrañar nuestras motivaciones para averiguar por qué uno hace lo que hace. Busqué una guía en uno de los sermones del Dr. King, “El instinto del tambor mayor”. En él, dice que todos queremos ser celebrados por nuestra grandeza; todos queremos “presidir la procesión”, pero también dice que los impulsos egoístas pueden reconciliarse alineando esa búsqueda de grandeza con unos propósitos menos egoístas. Uno puede luchar para ser el primero en ayudar, el primero en el amor, el primero en elevar a los demás. Me parece una de las maneras más satisfactorias de equilibrar el círculo, especialmente en lo que se refiere a los instintos más bajos y a los más elevados.
—Una parte muy conmovedora del libro es toda la parte humana de la carrera electoral, lo que una cosa así implicó para su esposa y sus hijas –algo de lo cual parece muy consciente–, la dificultad de conservar unos mínimos de vida normal en circunstancias extremadamente anormales. ¿Es quizás ese el mayor desafío de una carrera política, especialmente la carrera por la presidencia, la elección que involucra a los seres queridos?
—Sí, ese fue, en definitiva, el principal desafío, y nos lleva otra vez a su primera pregunta. Porque una de las partes más difíciles a la hora de racionalizar lo que estaba haciendo era saber que el sacrificio no era solo mío. Tu familia se ve arrastrada junto contigo y es puesta bajo el escrutinio de los focos; puede resultar muy difícil. Solo diré que desde el momento en que decidí postularme a la presidencia lo tomé como una apuesta, una apuesta sobre el tipo de país que somos y queremos ser. Y mi familia apostó conmigo, aunque no les encantara la idea de vivir una vida política. Dicho esto, ¿ha habido momentos en los que he sentido dudas o me he sentido desanimado? Por supuesto. ¿Ha habido tensiones entre nosotros? ¡Cómo no! Pero hemos tenido el privilegio de ver el mundo, conocer a personas extraordinarias y presenciar de cerca el poder y la resiliencia de esta nación. Y juntos demostramos a una generación de niños que crecieron mientras vivíamos en la Casa Blanca de que pueden lograr cualquier cosa. Entonces, si bien tiene razón acerca de lo difícil que resultó todo esto, creo que hablo en nombre de toda mi familia al decir que la esperanza resultó ser la apuesta ganadora.
—Desde sus primeras campañas, parecía tener un don que le permitía conectar con gente muy diversa y, a veces, incluso hostiles hacia su persona. ¿Cómo pudo salvar esas brechas?
—Bueno, creo que en gran parte se debe a que no importa dónde fuera de Estados Unidos, incluso cuando la gente tenía creencias diferentes a las mías, conseguía conectar con ellos contándoles mi historia y escuchando la suya. En un nivel fundamental, compartíamos muchos valores y, lo que es más importante, también tuvimos la oportunidad de fomentar un diálogo sobre las cosas que compartíamos. Por ejemplo, las familias que conocí haciendo campaña para el Senado en el estado de Illinois o en la zona rural de Iowa cuando me postulé para ser presidente me recordaban a mis abuelos o a los padres de Michelle. Eran decentes, trabajadores, gente que solo quería construir una buena vida. Puede que no estuviéramos de acuerdo en todas las políticas, pero podíamos tener una conversación constructiva. Las cosas comenzaron a ser un poco distintas cuando nos adentramos en las elecciones generales y llenábamos los estadios. Estar frente a una multitud de decenas de miles de personas hizo mucho más complicado interactuar con los votantes de forma individual. Sin embargo, en los últimos años se ha vuelto todo más difícil porque los medios de comunicación se han ido aislando y estamos obteniendo diferentes versiones no solo de las noticias, sino de los hechos más básicos. Solía poder sentarme con el director de un periódico local, a menudo alguien más conservador que yo, y al menos me daban una oportunidad. Hoy en día, muchos de esos periódicos han desaparecido o han sido reemplazados por medios interesados en apoyar las causas de la extrema derecha en lugar de informar las noticias directamente. El resultado es que muchos estadounidenses deciden lo que piensan de mí basándose en un personaje aterrador proyectado por Fox News o por lo que aparece en sus redes sociales. Y cuando recibes la imagen de alguien como supuesto enemigo, es mucho más difícil salvar las distancias. Destruye cualquier posibilidad de entablar un diálogo sólido. Este es uno de los temas a los que vuelvo con frecuencia en el libro: me preocupa que ya no tengamos una base factual común. Es una amenaza real para nuestro funcionamiento como democracia.
Barack y Michelle Obama, diciembre de 2016 (Foto: Shutterstock)
Barack y Michelle Obama, diciembre de 2016 (Foto: Shutterstock)
—América Latina aparece en su libro. ¿Cómo se ve el resto del continente desde el despacho Oval? Menciona el Brasil de Lula y el Chile de Piñera. ¿Qué opinión le merecen los líderes latinoamericanos con los que trabajó?
Va un pequeño adelanto: escribiré mucho más sobre América Latina en el segundo volumen de mis memorias, así que tendrá que leer la secuela. Pero respondiendo a su pregunta, tuve relaciones memorables con muchos líderes latinoamericanos. Por poner solo dos ejemplos, me llevé muy bien con el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos. Fue muy encantador y tenía muchas ganas de entablar una amistad. También disfruté mucho con el presidente de Uruguay, José Mujica, un hombre de grandísima personalidad. Siempre era divertido sentarse a su lado en las cumbres internacionales.
—El libro transmite un fuerte mensaje de esperanza por un futuro mejor para todos y una confianza en las instituciones y procedimientos para lograrlo, pero los acontecimientos recientes han dejado claro que el camino por recorrer es largo. ¿Con qué le gustaría que se quedaran aquellos jóvenes que lean Una tierra prometida?
—Sabe, una de las razones por las que elegí este título es porque Moisés nunca llega a la Tierra Prometida. El Dr. King habló mucho sobre eso. La idea que hay detrás es que depende de cada generación tomar el relevo y seguir construyendo el futuro, y ese es uno de los mensajes que espero poder comunicar. Aunque la gente joven no necesita mis consejos. Como vimos este verano, ya se están organizando para cambiar las cosas. Eso me inspiró. Y estoy muy orgulloso de su compromiso con la protesta pacífica. Porque a lo largo de nuestra historia ese tipo de activismo ha sido el que ha conseguido que nuestro sistema político preste atención a las comunidades marginadas. Pero lo que sí quiero que sepan es que, por más contratiempos, fracasos, rasguños y golpes a lo largo del camino, el viaje vale la pena. Podemos hacer que este país sea un poco más perfecto, pero solo lo será con su compromiso. Y podemos ayudar a crear un país más en sintonía con nuestra mejor versión.
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