Ignacio Zuleta describió con su proverbial originalidad la “funesta manía de Alberto Fernández de explicar las cosas”. El presidente habla mucho, de muchas cosas, todo el tiempo y, antes de explicar, confunde, creen algunos de los que entornan al titular del ejecutivo. Se autovalora como buen docente, buen transmisor de ideas y no lo es, le achacan. Me permito disentir.
Es verdad que escuchar o leer al Presidente provoca la tentación de contrastarlo con sí mismo. No vale la pena esa tarea. No hay mayor contradictor de Alberto Fernández que Alberto Fernández. Sostiene blanco en donde antes dijo negro, frío en donde dijo padecer calor. Por eso no vale la pena perder el tiempo en señalar estupefacción o bronca por semejante transfuguismo explícito que no provocó daño electoral. Merece sí meterse con sus palabras de hoy para entender que su incontenible verborrea, antes que confundir, aclara con nitidez quién es y qué piensa.
Adelantemos alguna conclusión: Fernández es un agnóstico -por no decir un ateo- del sistema republicano de división de poderes y control de la legalidad del mismo. ¿Hay que decir que emula a Venezuela o que tiene en mente un proyecto a la luz de algún trasnochado revolucionario? Alcanza con decir que preocupa y mucho el modo autocrático que concibe (y ejerce, cómo no) el poder.
Algunos ejemplos ayudan. Hace poco, luego de recibir una sentencia clamorosamente dura contra la constitucionalidad de su decreto de emergencia en materia sanitaria, denostó a los jueces que la dictaron al grito (sin metáfora) de “me apena ver la decrepitud del derecho convertida en sentencia”. Sin ponerse colorado, dijo allí mismo que “nadie (sic) ama el estado de derecho como yo”. Semejante oxímoron lo describe. El máximo tribunal constitucional argentino le dijo que algo que hizo está en contra de la carta magna. El Presidente calificó de decrépitos los pensamiento de los jueces (¿alguien imagina lo que diría el kirchnerismo si Rosenkrantz o Lorenzetti le dijera decrépitos a los decretos del ejecutivo?) olvidando sus dotes de amante del estado de derecho que creen en el control jurisdiccional de los administradores. Con eso alcanzaría para entender su vocación de concentración total de poder. Podría agregarse que a le prensa o dirigencia política que lo critica los califica como imbéciles profundo. Sin embargo, hay más.
Luego de recibir una clase de derecho elemental en donde la corte explicó qué el federalismo argentino, Fernández anunció que era una fallo inexistente por haber versado sobre una norma cesada por el paso del tiempo, como si un criterio jurisprudencia se extinguiera por su voluntad. Y emitió otro decreto igual de inconstitucional. A las pocas horas anunció el envío de una ley para “estandarizar” criterios sanitarios que relevaran al poder ejecutivo de la imposición de abrir o cerrar escuelas, bares o comercios desde la Quiaca a Ushuaia como hizo por 14 meses ininterrumpidos. El criterio lucía plausible. Que las restricciones nacieran del debate parlamentario. Hasta que se lee el proyecto.
Todas y cada una de las medidas que se toman en base a supuestos criterios objetivos (cantidad de enfermos, camas disponibles, circulación del virus) están sometidas a una condición arbitraria del cambio de opinión del Presidente. “Facúltese al poder ejecutivo nacional a suspender o morigerar siempre que cuente con la fundamentación de la autoridad sanitaria nacional” “previa consulta” (dice “consulta”) “a las autoridades provinciales”, se lee a diestra y siniestra del cuerpo normativo. O sea. Todas las medidas previstas por una ley, desde toser en el codo (no hay metáfora. Se redactó una ley que propone toser en el codo y ventilar ambientes) hasta cerrar escuelas o industrias se manejarán por un índice de enfermos, camas de UTI y demás hasta que el presidente decida lo contrario. Decir esto o decir “entréguenme una ley que diga que el estado soy yo”, lucen paralelos.
Alberto Fernández se ha revelado como un presidente que atropella la ley y, más, a los que pretenden aplicarla, sean jueces o meros opinadores de las mismas Para ello, ideó en medio de la peor catástrofe sanitaria de la historia nacional un proyecto para diezmar la independencia del ministerio público fiscal explicado con contundencia por Guillermo Lipera en Infobae
El hombre que ama el estado de derecho se ha mostrado en sus palabras y en sus hechos en un amante de un sistema de unicato que no tolera disensos de contrapoderes de ninguna índole. Amores tóxicos, dirían los conductistas posmodernos.