Apertura Sesiones Ordinarias en el Congreso de la Nación, el 1 de Marzo de 2022, en Buenos Aires, Argentina. Foto: Charly Diaz Azcue / Comunicación Senado.
La sociedad argentina convive desde hace más de dos años con un fenómeno muy inusual, en este o en cualquier otro país del mundo. El presidente que fue elegido por la sociedad en elecciones libres es degradado públicamente, de manera periódica, por parte de personajes muy relevantes que pertenecen al oficialismo, y que en general responden a su vicepresidenta. Esas humillaciones, además de debilitar la autoridad presidencial, conspiran contra la puesta en marcha de un plan económico congruente, lo que afecta la vida de toda la sociedad, y en particular de las personas más humildes. El faltazo de Máximo Kirchner y de Oscar Parrilli a la apertura de sesiones ordinarias es el último eslabón de una cadena de episodios que se han expuesto con obscenidad y sin ninguna intención de disimularlos.
La apertura de sesiones ordinarias es, simbólicamente, el momento en que el presidente rinde cuentas ante el otro de los poderes elegidos por el pueblo. Es natural, y muy habitual, que sea un escenario de conflicto. Hay frases altisonantes, afirmaciones polémicas, aplausos, abucheos, gente que se enoja: la escenificación de la discusión política que muchas veces es apasionada. La asistencia a esa sesión suele ser masiva porque es un hecho institucional relevante. Pero puede ocurrir, en algunos casos, muy inusuales, que un diputado, senador o un sector del Parlamento, se retire si el Presidente dice algo que lo ofende. Es un poco patético. Pero, como se ha visto, puede ocurrir.
Lo que es extraño, realmente, es que un legislador diga que no va antes de escuchar el discurso. ¿Por qué no iría? ¿Con qué parte del discurso no estaría de acuerdo, si no lo conoce? Ese tipo de gesto tiene una sola explicación: el diputado o el senador que no va, busca desconocer al Presidente, dejar en claro que no considera como tal a ese hombre, elegido por el pueblo. Esta semana, eso no lo ha hecho Javier MIlei, ni Miriam Bregman, ni Fernando Iglesias, ni Waldo Wolf. Quien hizo eso, como se sabe, fue Máximo Kirchner, el hijo de la vicepresidenta de la Nación. La explicación que dejó trascender, según la cual no pudo asistir porque tenía que acompañar a su hijo al inicio de las clases, es aún más triste que su actitud: sería más íntegro explicar las razones de semejante desplante con argumentos serios. Pero es lo que hay.
En realidad, la intención de Kirchner aparece con claridad en una nota reciente de Horacio Verbitsky, donde cuenta cómo trató el diputado al Presidente cuando discutieron sobre el acuerdo con el Fondo Monetario. “Te aclaro que yo nunca estuve de acuerdo con tu candidatura, como no apruebo esta negociación”, le dijo Kirchner a Fernández. Esa discrepancia con la mera existencia de un presidente llamado Alberto Fernández es lo que explica el faltazo: el suyo y el de Oscar Parrilli. Curiosamente, Máximo y Parrilli son los dos dirigentes más cercanos a la vicepresidenta de la Nación, que opina sobre muchos temas, pero no sobre este. Ambos podrían haber ido. Podrían haber omitido aplaudir. Podrían haber discutido tal o cual idea. No ir es otra cosa: significa desconocer la autoridad.
No es, claro, la primera vez que pasa. Hay un episodio terrible y muy congruente con este que ocurrió el 27 de octubre del 2020. Se cumplían 10 años de la muerte de Nestor Kirchner. Era natural que el homenaje fuera presidido por el primer mandatario, que hizo traer una estatua desde Ecuador para el ágape. La familia Kirchner le vació el acto. La vicepresidenta difundió una carta diciendo que ese día la ponía muy sensible y que por eso no iba a ir. Pero en el mismo texto, en tono furioso, cuestionaba a algunos de los colaboradores más queridos por el presidente. Máximo Kirchner, a la misma hora, difundió una foto junto al intendente Martín Insaurralde, para hacer saber que no reconocía el derecho del presidente a homenajear a su padre. ¿Qué discusión ideológica había allí? El problema no era el acuerdo con el Fondo ni ninguna otra cuestión central. El problema era que existía un presidente que a él no le gustaba.
Alguna vez habrá que contar puntillosamente esta historia, que incluye pataletas públicas, acusaciones a ministros que no funcionan, recomendaciones para que se busquen otro laburo, diputadas kirchneristas que acusaban al Presidente de atornillado, inútil, okupa, mequetrefe y no recibían ninguna sanción, renuncias en masa luego de una derrota electoral, actos del 17 de octubre convocados por la vicepresidenta donde se acusó al presidente de gobernar para los ricos, funcionarios que el Presidente intentó desplazar pero sobrevivieron en el cargo, campañas para acusar al primer mandatario de no hacer nada para liberar presos políticos.
El faltazo de Máximo no es un hecho aislado. Es la expresión de un rasgo permanente de la coalición gobernante, en la cual una parte humilla al presidente, y en esa dinámica casi nadie lo defiende. A veces ni siquiera él mismo lo hace. Es natural que en una coalición, o incluso en un proyecto político con un liderazgo claro, haya discusiones. Lo exótico es que esas discusiones sean públicas. Y mucho más que incluyan gestos de destrato con quien, finalmente, es el principal rostro de esa coalición. En mayo de 2018, Cristina Fernández eligió como candidato a Fernández pero, como se puede ver, nunca asumió las consecuencias últimas de esa decisión. Al contrario, lo han humillado y maltratado más que a cualquier otro primer mandatario en la historia argentina: tal vez la única excepción haya sido el fugaz Héctor J. Cámpora, el hombre cuyo apellido fue elegido para identificar a la agrupación que conduce Máximo Kirchner.
Ese destrato tiene otros efectos además de debilitar la autoridad presidencial. Un ejemplo es lo que sucede con el acuerdo con el Fondo. Gran parte del gobierno cree que es necesario para estabilizar la economía del país y establecer un marco de certezas hacia el futuro. Pero está trabado desde hace meses porque desde la vicepresidencia no lo aprueban. Esa demora genera efectos a varias bandas: en la cantidad de reservas, en la posibilidad de alejar fantasmas de crisis, en multiples comportamientos que, sumados, desestabilizan la economía.
Otro efecto tiene que ver con la remanida cuestión de las tarifas. Los funcionarios tartamudean cuando alguien les pregunta en público cuánto y cuándo aumentarán. La demora afecta el nivel del gasto, la equidad, la cantidad de reservas, la restricción externa, la existencia de angustiantes cortes de luz, el acuerdo con los acreedores. Pero, otra vez: el Presidente no puede tomar la decisión porque los funcionarios de la vice lo traban.
Tal vez el enfoque de Fernández, Martín Guzmán o Matías Kulfas sea equivocado en estos asuntos. O no. Nadie tiene la verdad absoluta en estos temas. Pero nunca se sabrá por una sencilla razón: en estos dos años largos no han podido ponerlo en marcha porque se traba desde la misma coalición.
Fernández no es el primer dirigente que siente los efectos del destrato público como método de desgaste. Los gobernadores de Santa Cruz que sucedieron a Néstor Kirchner –Sergio Acevedo, Carlos Sancho, Daniel Peralta--, o Daniel Scioli, el candidato presidencial designado por Cristina Kirchner en 2019, pueden relatar una multitud de episodios similares. Esos antecedentes permiten preguntarse si se trata de cuestiones ideológicas o si el nepotismo no juega un rol clave. Alguien que lleva el apellido Kirchner puede acordar con el club de Paris, congeniar con empresas como Chevron o Barrick Gold, bajar salarios públicos en determinadas condiciones, devaluar, subir la tasa de interés, cancelar de una la deuda con el Fondo. Pero un Fernández no tiene esos márgenes.
En una relación de dos, como es obvio, hay dos partes. El Presidente permite que estas cosas pasen. A veces, como lo hizo en su discurso, se esfuerza por contener a quienes lo agreden, o agrede a otros para que no lo agredan a él, cosa que finalmente no consigue. Sus partidarios argumentan que no es una cuestión de falta de carácter sino de temple: si pisa el palito y escala el conflicto, el peronismo se divide, y si eso ocurre, todo termina en que Mauricio Macri, o alguna versión de él, vuelva al poder. Sería entonces cuestión de aguantar, contar hasta diez, rodear y debilitar al adversario y seguir, porque esas son las condiciones que le han tocado. ¿Será así? ¿Eso es lo que debe hacer un Presidente cuando los efectos del destrato, en última instancia, golpean la calidad de vida de la población? ¿No ocurrirá que es este el método que lleva a la derrota, como se vio hace unos meses? ¿Néstor Kirchner hubiera aguantado estoicamente todo esto? En esas preguntas anida el principal drama de esta administración.
En cualquier caso, ya sería hora de pedirle disculpas a Julio Cobos.
Él apenas desempató una votación, una sola, en contra de la voluntad de su presidenta.
Por eso solo, le dijeron traidor durante años.