Empecemos por el principio. El presidente Alberto Fernández no quiere ganar la batalla contra la inflación. De lo contrario, en vez de recurrir a la entusiasta muchachada de la Secretaría de Comercio, hubiera convocado a los drones armados del Banco Central.
Pero no sólo no quiere, además, como ya le comenté varias veces desde estas columnas, necesita de un elevado impuesto inflacionario para “cerrar” el déficit fiscal acordado con el FMI.
¿Y entonces? Entonces, lo que en verdad quiere el Presidente es incrementar el subsidio al consumo de ciertos bienes de la canasta básica, pero que dicho subsidio no se financie con recursos generales, si no con un “impuesto” pagado por un sector en particular. Y quiere, además, que otro subconjunto de bienes, mantenga sus “precios cuidados”, también financiados con los proveedores de esos bienes y no con gasto público.
Eso es todo, lo demás es sarasa. Amplío conceptualmente. La inflación argentina es macroeconómica, derivada de grandes desequilibrios fiscales financiados con emisión del Banco Central. Tanto es así que, como mostró Carlos Melconian en la presentación del programa 2024 del IERAL de la Fundación Mediterránea, la tasa promedio de inflación de los últimos 80 años de la Argentina fue 145% anual. Sólo hubo períodos de baja inflación cuando se lograron transitorios superávits fiscales, o cuando se consiguió deuda para financiar los déficits.
Otra vez, la inflación es el impuesto que cierra los desequilibrios fiscales, inflando ingresos impositivos (IVA, Ingresos Brutos, ganancias no ajustadas, etc.) y licúa gastos corrientes (en particular jubilaciones y salarios públicos).
La inflación, entonces, es la manera con que la política argentina posterga el verdadero debate en torno a un gasto público que se ha vuelto infinanciable, y un sistema impositivo que resulta impagable.
Pero claro, como todo impuesto desmedido, la sociedad trata de evadir la inflación. Y la forma de evadirla es sacarse de encima rápido los pesos, o bien demandando bienes y servicios, o bien comprando dólares, sustituyendo, para ahorrar, a la moneda local por una moneda cuyo impuesto inflacionario es más “tolerable”.
Y como estos mecanismos de evasión reducen la “base imponible del impuesto”, la cantidad de pesos que se demandan, la forma de mantener la misma recaudación es subiendo la alícuota, con más tasa de inflación.
Por eso, en los últimos años, la inflación fue subiendo escalones sucesivos, hasta estacionarse en la franja de los 40-50 y pico, sólo interrumpido por la pesificación “precautoria” en el pico de la pandemia y los confinamientos. Además, existen “flujos”, la emisión de pesos del Banco Central, y hay “stocks”, los pesos ya acumulados forzosamente por el cepo.
Por eso, resultan clave las expectativas de inflación y su relación con la tasa de interés en pesos y la evolución esperada del precio del dólar. Puede haber poca emisión presente, pero si se espera que la inflación le gane a la tasa de interés, los pesos acumulados huirán en busca de bienes o inversiones alternativas.
Para completar el panorama, los efectos de la emisión monetaria sobre la inflación no son inmediatos, tienen algún “efecto retardado” y, por lo comentado más arriba, en general, el mecanismo de transmisión es el precio del dólar, la verdadera moneda.
La inflación que se vivió en el 2021 fue consecuencia de la emisión de la segunda mitad del 2020, como la que se está viviendo en el 2022, es el resultado del “plan platita” del año pasado. Paso ahora a la coyuntura inmediata.
Sobre este escenario ya endémico de la Argentina, se construyó el acuerdo con el FMI. La base de ese acuerdo es una leve baja del déficit fiscal mediante la reducción de los subsidios a la energía y el transporte. Un límite “flojito de papeles” a la emisión monetaria, para facilitar la recaudación de un impuesto inflacionario cercano al 50% y metas de acumulación de reservas, que exigen cierta actualización del tipo de cambio oficial y una tasa de interés más cercana a la inflación esperada para incentivar la demanda de pesos.
Es decir, el acuerdo es, por definición, inflacionario. “Realista y pragmático” dirá mi amiga Kristalina, desancla el tipo de cambio y las tarifas y no limita drásticamente la emisión de pesos. Su objetivo no es que baje la tasa de inflación, sólo busca que no se acelere peligrosamente.
En ese marco, éramos pocos, y Putin decidió invadir Ucrania, poniéndole más presión a los precios de los productos agroindustriales que la Argentina exporta y a los precios de la energía que la Argentina importa en términos netos. Es decir, mejora la recaudación por retenciones, pero aumentan los subsidios a la energía, en el cuadro de pesos, y faltan unos 4000 millones de dólares, en la cuenta de los dólares. Puesto de otra manera, el acuerdo con el Fondo quedó totalmente desactualizado en sus metas cuantitativas.
Si estamos ante un problema transitorio o de más largo plazo, lo ignoro. Pero, hoy, al acuerdo con el FMI que tratará su Directorio la semana próxima, hay que cambiarle todos los números. En este contexto, viene la “guerra a la inflación” que declaró el presidente. Volviendo al principio de esta nota, la intención del gobierno es tratar de subir el subsidio al consumo de alimentos y otros bienes al sector de menores ingresos de la población para mejorar su imagen ante el núcleo duro de sus votantes. Pero claro, aumentar subsidios, es más gasto público, a menos que se logre que el financiamiento de esos mayores subsidios se consiga con más aporte del sector privado. Para todos los otros precios de la economía, “rige” el acuerdo con el FMI, suba de tarifas, ajuste del tipo de cambio oficial, y de la tasa de interés.
Y tiene, además, la intención de moderar las expectativas, con algún tipo de acuerdo social, para que la inflación se mantenga en el rango actual y no sean necesarias medidas más contractivas, en un marco de debilidad política creciente.
En síntesis, la declaración de guerra es “testimonial”. Económicamente, el gobierno necesita una inflación estable en torno al 50-60% anual. Políticamente, necesita “que parezca un accidente”.
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