Cristina Kirchner partió el bloque del Senado para ganar una silla en el Consejo de la Magistratura
La manganeta de la vicepresidenta Cristina Fernández para quedarse con un lugar más en el Consejo de la Magistratura en el minuto 95 del partido, cuando parecía que se quedaba afuera de la copa, es una muestra más de su inagotable capacidad para manipular el derecho como si fuera plastilina.
Cualquier sistema jurídico es un poco plastilina. Las normas se escriben en lenguaje natural, el mismo que usamos para todo lo demás. Y ese lenguaje, como sabemos, tiene problemas de todo tipo que afectan su claridad en los casos concretos (ambigüedad, vaguedad, lagunas, etc.).
Esos problemas se trasladan al derecho. Pero, además, en este ámbito se agregan otros obstáculos producidos por la proliferación de reglas (y autoridades con capacidad de dictarlas) en el tiempo y en el espacio. Hay leyes que modifican otras, decretos de necesidad y urgencia que reforman leyes, derogaciones implícitas, jueces que declaran inconstitucionalidades, etc. Aunque el sistema tiene reglas para desenredar esta maraña, bueno, son reglas: sufren el mismo tipo de problemas y también deben ser interpretadas y aplicadas. Es como la canción en la que hay que sacar a la chiva.
Los distintos sistemas jurídicos (anglosajón, continental, etc.) se distinguen, en parte, por cómo resuelven estos problemas de falta de completitud y claridad de las normas. ¿Es realista la aspiración del Código Napoleón de inventar un sistema cerrado, completo, claro, coherente, que resuelva todas las situaciones posibles? Si la respuesta a esta pregunta es negativa (y a esta altura sabemos que es negativa), entonces estamos ante una cuestión, básicamente, de poder.
¿Quién va a tener más manija para explicar qué dice en realidad el derecho en un caso concreto? ¿Los legisladores? ¿Los jueces? ¿Una Corte Suprema? ¿Los doctrinarios que escriben tratados? ¿El derecho es lo que dicen las leyes que emanan del Congreso o es lo que los jueces dicen que es?
A este bolonqui se le suma, en la Argentina, la inexistencia de una práctica más o menos sostenida y aceptada en torno a cómo resolver los conflictos del derecho. O sea, el punto no es tanto que no nos ponemos de acuerdo sobre la regla (por ejemplo, cómo debe integrarse el Consejo de la Magistratura para garantizar el equilibrio que exige la Constitución). Ese es el menor de nuestros problemas. El punto es que aún no hemos aceptado reglas comunes sobre el procedimiento a aplicar cuando no nos ponemos de acuerdo.
Por eso es que, por caso, no alcanzó con que el 16 de diciembre de 2021 la Corte declarase inconstitucional la reforma de 2006 sobre la integración del Consejo de la Magistratura. El oficialismo procrastinó durante meses y después salió corriendo a inventar una medida interina de un juez incompetente de Paraná para frenar la decisión de la Corte. ¡Un juececito de primera instancia pretendió erigirse por sobre el máximo tribunal de la Nación! Este es el problema, no la integración del organismo que elige a los jueces. Porque hoy es esto, pero ayer fue otra cosa y mañana será una nueva.
Dejo para otro día las causas de este “problema de problemas” que tiene el sistema de reglas argento. Basta con decir que se vincula, entre otras cosas, con la mescolanza de sistemas (una Constitución gringa montada en la cúspide de una tradición de derecho continental) y con una historia y práctica constitucional de incesantes rupturas (golpes de Estado, entregas anticipadas del poder, etc.).
Entonces, acá estamos: plastilina.
Aunque todos los nenes y nenas saben hacer formas y animalitos, Cristina es, sin duda, la mejor alumna, no ya de su sala peronista (que de por sí se destaca entre las otras), sino de todo el jardín. Lo hizo una y mil veces. Y ayer lo volvió a hacer.
Era casi la medianoche. Estábamos todos mirando series, leyendo libros, teniendo sexo, qué se yo. Todo tranqui. Y, de pronto, el periodista Diego Genoud contó en Twitter que se partía el bloque oficialista en el Senado. José Mayans (hasta entonces presidente de un bloque de 35) y Juliana Di Tullio le habían presentado dos notas a la presidenta de la Cámara, Cristina Fernández, anunciándole la partición y conformación de dos nuevos bloques.
¡Crisis!, dijeron muchos de los que aún quedaban despiertos. Se parte el bloque, bardo en el peronismo. Pero no. No se estaban peleando. Se estaban reproduciendo.
Yo pregunté, casi al pasar, si alguien había analizado cómo quedaban la mayoría y las minorías en el Senado al partirse el bloque del Frente de Todos, porque estaba el temita este de designar un representante de la segunda minoría ante el Consejo de la Magistratura a partir de la ya por entonces cristalina decisión de la Corte Suprema.
Quise volver a mi libro y que se fijara otro, pero no aguanté y me fui a la página del Senado a contar nombrecitos. Y sí, estaba ahí: con la partición, el oficialismo se convertía en segunda minoría y le arrebataba el representante al PRO. El bloque conducido por Mayans (Frente Bloque Nacional y Popular) quedaba con 21 senadores como mayoría, seguido por la UCR como primera minoría con 18 y el nuevo bloquecito denominado Unidad Ciudadana como segunda minoría con 14. Al PRO lo saludaba Cristina mientras salía de la cancha con sus 9 senadores.
Mamita, qué jugada. Puede gustarte o no, y ahora voy a contar por qué no solo no me gusta sino que creo que es jurídicamente insostenible, pero hay que reconocer que, una vez más, Cristina ganó el concurso de plastilina. La oposición dormía tranquila luego de las fortísimas resoluciones con las que la Corte parecía haber cerrado la cuestión el lunes al clarificar cuándo debían asumir los nuevos integrantes del Consejo, anular la medida del juez de Paraná y denunciarlo por mal desempeño. Listo, ya está, ese es el derecho, lo que la Corte dijo que es.
Pero no. A la tarde se entrevió que el oficialismo no se iba a rendir así nomás. El jefe de bloque de Diputados, Germán Martínez, le presentó una nota al presidente de la Cámara, Sergio Massa, pidiéndole que no designara a nadie hasta que no se definiera qué significa “segunda minoría”. Parecía una jugada burda por seguir demorando lo inevitable. Pero era, en todo caso, una distracción para la movida final de Cristina Fernández en el Senado, que dejó a la oposición, una vez más, girando en trompos.
¿Por qué no debería prosperar?
Porque la segunda minoría deber ser la existente al momento del fallo de la Corte, o sea, al 16 de diciembre del año pasado. En cualquier situación debemos contar los muñequitos de cada bloque al momento de la designación (ahora). Esto es lo que permitió que Juntos por el Cambio modificara las mayorías y minorías sobre la marcha e hiciera sus propios animalitos de plastilina para las designaciones de Pablo Tonelli y Graciela Camaño como representantes del Congreso ante el Consejo de la Magistratura en 2015 y 2018.
Pero este caso es distinto. Acá hay una demora deliberada en cumplir un fallo claro de la Corte y luego un aprovechamiento de esa demora causada para modificar las minorías. Sin el fallo de la Corte, la segunda minoría (prevista en la ley original de 1997, pero no en la de 2006) no existiría. Dado que existe por el fallo, cualquier artilugio para modificarla luego de la resolución de la Corte es, a mi juicio, inadmisible. Por eso es que, en este caso, la segunda minoría debe ser la que había al momento del fallo de la Corte, o sea, al 16 de diciembre de 2021. Esto significa: el PRO en el Senado y la UCR en Diputados.
Todo esto es elucubración. Es una discusión que en todo caso debería judicializarse (lo que es probable que ocurra). Entonces empezaríamos de nuevo a ver qué dice el derecho y quién dice lo que dice. Y nada garantiza que la cuestión se resuelva antes de noviembre, cuando vencen los mandatos actuales de los consejeros y hay que elegir a todos de nuevo.
Pero, de momento, en la mochilita del jardín Cristina lleva a su casa un elaborado cisne y la oposición se va con la plastilina seca.
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