La brutal conciencia sobre su muerte. Sus palabras finales. La desesperación de los que la vieron morir. Y el especial pedido a su manicura: “En cuanto me muera, quitáme el rojo de las uñas y dejámelas con brillo natural”
A 70 años de la muerte de Eva Perón, un breve recorrido por su vida en cuatro grandes hitos
El prestigioso cirujano Ricardo Finochietto sostenía la cabeza de Eva Perón, moribunda, y le apretaba la mandíbula para que no se tragara su propia lengua y muriera asfixiada. Junto a la cama, el cardiólogo Alberto Taquini tomaba en forma constante el pulso de la primera dama. La cama de la enferma estaba rodeada por su esposo, el presidente Juan Perón, por su madre, Juana Ibarguren, por sus hermanos Elisa, Erminda, Juan y Blanca Duarte; también estaban en la habitación Orlando Bertolini, el marido de Erminda Duarte y parte del equipo médico liderado por Finochietto que integraban, junto con Taquini, Jorge Taiana, padre, que tenía entonces cuarenta y un años, el cirujano Abel Canónico, el ginecólogo Jorge Albertelli y el radiólogo Joaquín Carrascosa.
Devorada por un cáncer de útero, Eva Perón se moría. El resto de los dolidos visitantes de la residencia presidencial, ubicada sobre la calle Austria, en terrenos que hoy pertenecen a la Biblioteca Nacional y al Instituto Juan Domingo Perón, entraban y salían, discretos y silenciosos, de la habitación que no era la del dormitorio presidencial, ubicado en el primer piso de la casona, con ventanales amplios que miraban a los jardines y a la Avenida del Libertador. La larga agonía de la enferma había obligado a acondicionar como una sala de hospital, el cuarto de vestir de Perón, donde se había colocado una cama ortopédica, un tocador con un espejo ovalado, dos sillas y dos muebles pequeños, con cristales, cargados de medicamentos. Eva había ironizado con feroz lucidez cuando entró por primera vez a esa habitación: “Me tengo que morir para que me armen una habitación como la gente…”.
Por allí desfilaba en la temprana noche del 26 de julio de 1952, gran parte del gobierno de Perón: el entonces gobernador de Buenos Aires, Carlos Aloe, Raúl Apold, subsecretario de Prensa y difusión considerado hoy como “el inventor del peronismo”; el ministro de Asuntos Técnicos, Raúl Mendé, Armando Méndez San Martín, ministro de Educación, Héctor Cámpora, presidente de la Cámara de Diputados y figura clave en el peronismo de los paños 70 como fugaz presidente de la Nación; el canciller Jerónimo Remorino y el intendente de la residencia, Atilio Renzi, tal vez el hombre que más y mejor conocía el íntimo agonizar de Eva Perón. Todos querían acompañar al Presidente en ese trance.
Fue a Perón a quien miró el cardiólogo Taquini, cerca de las ocho y veinticinco de la noche, para decirle: “No hay pulso”, mientras Finochietto soltaba la cabeza, la dejaba apoyada en la almohada y cerraba los ojos de Eva.
Juan Duarte estalló en un delirio místico y salió corriendo de la habitación al grito de “Ya no hay Dios… Ya no hay Dios…”. Su hermana, Erminda, corrió tras él en un intento por consolarlo: “Sí, hay Dios. Esta ha sido su voluntad…”. Apold, que había dispuesto un micrófono para informar por cadena nacional el estado de salud de la ilustre paciente, redactó el comunicado final. Pero no pudo leerlo porque se lo impidió el llanto. Fue el locutor Jorge Furnot quien, en tono grave, con voz pausada y clara, leyó el parte que hoy es parte de la historia sonora de la Argentina: “Cumple la Subsecretaría de Informaciones de la Presidencia de la Nación, el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20.25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación. Los restos de la señora Eva Perón serán conducidos mañana, en horas de la mañana, al Ministerio de Trabajo y Previsión, donde se instalará la capilla ardiente”.
Eva Perón empezaba a ser una leyenda.
Las últimas horas de su vida, descriptas en parte en esta nota, fueron reconstruidas minuto a minuto hace ya más de medio siglo por los periodistas Otelo Borroni y Roberto Vacca, autores de “La vida de Eva Perón” que en 1970 editó Galerna y fue acaso, junto con la edición anterior de “Operación Masacre”, de Rodolfo Walsh, uno de los puntos de partida del periodismo de investigación en la Argentina.
La última aparición pública de Eva: acompañó a Juan Domingo Perón a la asunción de su segunda presidencia. Tuvo que llevar un arnés para sostener su frágil cuerpo y los médicos le aplicaron inyecciones calmantes en los tobillos y en la nuca (Bettmann Archive)
En la residencia presidencial, a la espera de la muerte de Eva Perón, estaba el doctor Pedro Ara, que tenía frente a él la tarea de embalsamar a Eva Perón. Fue Mendé quien le dio la noticia a Ara, impresionado todavía por la multitud que, fuera de la residencia presidencial, rezaba arrodillada y al pie de velas encendidas.
Ara sugirió que el cadáver fuese preparado por “los profesores del país”, aun a sabiendas de que de todo lo que se hiciera en esas primeras horas, dependía el éxito del trabajo final. Luego salió a buscar y a comprar “algunos ingredientes esenciales” y a buscar la ayuda en un compatriota, un médico catalán, Ara era español de Zaragoza, que vivía en las afueras de Buenos Aires. Juntos entraron en la habitación donde yacía Eva Perón.
“Sobre su lecho –recordó luego Ara–dormía para siempre el espectro de una rara, tranquila belleza, liberada al fin del cruel tormento de una materia hasta el límite corroída, y de la tortura mental sostenida por la ciencia que, esperando el milagro, prolonga el sufrimiento. Uno de sus médicos, el famoso doctor Ricardo Finochietto, había cerrado sus ojos y sostenía su cabeza en actitud de reposo. Al verme, se dispuso a salir, no sin antes hacerme alguna inteligente recomendación. A los pies de la muerta rezaba en voz alta el padre Hernán Benítez”. Benítez era el confesor de Eva Perón. “Que Dios le ilumine”, le dijo a Ara al abandonar la habitación.
A las ocho de la mañana del 27 de julio, el cadáver ya era incorruptible. Juan Duarte hizo cortar un largo mechón de pelo para entregarlo luego a su madre. Para el doctor Ara no habían terminado las sorpresas. Cuando estaba por colocar en las manos de Eva Perón un rosario de plata y nácar, regalo del Papa Pío XII, entró en la habitación Sara Gatti, su manicura. “Doctor –le dijo a Ara– ayer, poco antes de entrar en agonía, la señora me dijo: ‘En cuanto me muera, quitáme el rojo de las uñas y dejámelas con brillo natural’ ¿Puedo hacerlo, doctor?” Ara titubeó: “No soy quién para decidir esos detalles”, murmuró. Pero entonces Perón, que había escuchado todo, dijo: “Es verdad. Yo lo oí. Hágalo nomás, señorita”.
El cadáver embalsamado de Eva Perón era el primer paso hacia una serie de vejámenes, agravios y humillaciones que ese cuerpo incorrupto sufriría luego del derrocamiento de Perón, en 1955. Enterrado en secreto y bajo falsa identidad en el Cementerio Maggiore de Milán, se convertiría en mercancía política en los años 70. Esa es otra historia.
Las palabras de Eva a Sara Gatti, “En cuanto me muera…”, encerraban también la tragicomedia que había acompañado su larga agonía: todos sus allegados intentaban quitar gravedad a su mal, y Eva Perón intentaba hacerles creer que les creía. Siempre supo que iba a morir, con una furiosa y descarnada lucidez.
Cuando Eva miraba sus antiguas fotos, se lamentaba por cómo la enfermedad la había consumido
El mal la había golpeado a finales de 1948, cuando sus malestares se ocultaron a la población bajo gripes, agotamiento, o algunos episodios de anemia. No era verdad. El diagnóstico decía cáncer de útero y quien lo intuyó con clínica certeza fue el doctor Oscar Ivanissevich, su médico de cabecera, que sospechaba de los dolores de caderas y en la fosa ilíaca derecha, de las hemorragias vaginales y los tobillos hinchados de su paciente. Recomendó una histerectomía, pero Eva se negaba a ser operada: la convenció Perón y fue intervenida en enero de 1950 en el Instituto del Diagnóstico: “(…) Fue sometida a una intervención quirúrgica de apendicitis aguda, sin complicaciones –mentía el parte médico– Su estado general es satisfactorio”. La comedia de las falsas enfermedades siguió hasta que Ivanissevich le rogó: “¡Déjese curar, señora!” y Eva lo despachó con un carterazo en el pómulo y un grito de coraje desesperado: “¡Yo no estoy enferma!”
Sí, lo estaba. Y por qué no quiso ser tratada es uno de los grandes enigmas de su vida que sólo duró treinta y tres años, en los que apenas actuó ocho en la vida social y política del país sin ocupar jamás un cargo electivo, y que, sin embargo, dejó una impronta que lejos de desvanecerse en el tiempo, parece permanecer intacta. Quienes han intentado emularla, incluso en el recurso banal de una encendida oratoria, se han ganado con honores un espacio en el ridículo de la historia argentina.
En 1951, ya con el mal avanzado, Eva Perón impulsó el voto femenino porque era, además de un derecho, una garantía del triunfo electoral de Perón, que iba por la reelección tras una reforma de la Constitución. Eva aspiró a ser compañera de fórmula de Perón. Pero, en agosto de ese año, ya fuere por su enfermedad, o por presiones militares, o por ambas razones, debió renunciar a toda ambición en el mismo dramático acto en el que iba a ser consagrada. Se conoció como “Cabildo Abierto del 22 de agosto”, una gigantesca marcha popular, iluminada por antorchas, en la que, de golpe, Eva Perón pidió tiempo para pensar en dar el sí que ya tenía decidido dar.
Eva aspiró a ser compañera de fórmula de Perón. Pero, en agosto de ese año, ya fuere por su enfermedad, o por presiones militares, o por ambas razones, debió renunciar a toda ambición en el mismo dramático acto en el que iba a ser consagrada. Se conoció como “Cabildo Abierto del 22 de agosto” (Télam)
Se estableció entonces un dramático intercambio entre ella y la multitud, en especial con los gremios reunidos en la CGT, que le exigían que aceptara. Finalmente, el acto se levantó como respuesta a un pedido o a una orden de Perón. Los diarios del día siguiente sólo reprodujeron el discurso del presidente y el del secretario general de la CGT, José Espejo.
Eva Perón renunció a su candidatura, por radio, el 30 de agosto. Aquella frustración que había tironeado al país entre sus deseos y su impotencia, se transformó en un acto de dignísima rectitud; y la gran frustración de Eva fue presentada como un gran acto de lealtad por el que fue premiada con una medalla que le sería entregada en un acto de la liturgia peronista que consagraba la fidelidad: el del 17 de octubre.
En septiembre, el general Benjamín Menéndez se rebeló contra el gobierno de Perón, que iba a descalificar la asonada como “una chirinada”, un término despectivo que remitía al sargento Andrés Chirino, matador por la espalda de Juan Moreira. El término podía ser mordaz y desdeñoso, pero el aviso era real: era el ensayo previo a todo golpe de Estado, el que toma el pulso se la realidad. El 17 de octubre estuvo signado por aquella rebelión de Menéndez.
Con la Medalla de la Lealtad en su pecho, Eva intentó hablar a una multitud desde los balcones de la Casa de Gobierno. No pudo. O la embargó la emoción, o se lo impidió el cáncer. Era la primera vez que se levantaba de la cama después de veinte días; estaba delgada, demacrada, enfundada en un vestido negro y un tapado también negro con cuello de pieles. Le habían inyectado una dosis de morfina y apenas podía sostenerse en pie. Perón la aferraba de la cintura cada vez que ella se inclinaba para saludar a sus seguidores.
Luego de renunciar a su candidatura, Eva fue premiada con una medalla que le fue entregada en un acto de la liturgia peronista que consagraba la lealtad: el del 17 de octubre
Luego de renunciar a su candidatura, Eva fue premiada con una medalla que le fue entregada en un acto de la liturgia
El presidente adelantó su discurso, elogió a su mujer y le agradeció, como jefe del movimiento, su esfuerzo y su dedicación. Después le cedió la palabra, pero antes pidió a la multitud un profundo silencio ante la debilidad que mostraba su mujer. Eva Perón enarboló entonces un discurso épico y violento, en el que pidió que todos juraran, durante un minuto, defender a Perón y luchar por él hasta la muerte. La gente obedeció. Luego, con la ronca voz quebrada, enarboló tres frases de una sonora musicalidad, rítmicas y conmovedoras; un pequeño himno profético, una despedida adelantada: “Yo no quise ni quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo. Y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria”.
Por fin, Eva se dejó operar. Era irremediablemente tarde. El 3 de noviembre, un comunicado de Raúl Apold informó: “Los médicos que asisten desde hace más de un mes a la señora Eva Perón, han resuelto someterla a un tratamiento quirúrgico. Por tal motivo, la señora Eva Perón fue internada en el Policlínico Presidente Perón de Avellaneda, que dirige el profesor doctor Ricardo Finochietto. El estado general de la enferma es actualmente bueno y permite esperar que sobrellevará satisfactoriamente el riesgo quirúrgico”. Lo que no decía el parte, ni nadie, es que había sido contratado un eminente cancerólogo y cirujano americano, el doctor George Pack, que había llegado a Ezeiza a mediados de octubre. Lo habían recibido Orlando Bertolini y Juan Duarte que, como no hablaban inglés, iban acompañados por Nicolás Güiraldes, funcionario de Ceremonial de Cancillería, que ofició de traductor. Lo hospedaron en la Quinta de Olivos, que no era entonces residencia presidencial.
Con la medalla de la lealtad en el pecho Eva intentó hablar a una multitud desde los balcones de la Casa de Gobierno. No pudo. Le habían inyectado una dosis de morfina y apenas podía sostenerse en pie. Perón la aferraba de la cintura cada vez que ella se inclinaba para saludar a sus seguidores
El 5 de noviembre, Pack, que cobró diez mil dólares por sus servicios, operó a Eva, que nunca supo de la presencia de ese cirujano y que creyó siempre que habían sido las manos de Finochietto las que habían tratado su mal. El 11 de noviembre, después de cuatro días de convalecencia, Eva Perón votó por Perón en su cama del hospital. Con la oposición de radicales y socialistas, la Junta Electoral autorizó a que el presidente de mesa y dos fiscales, llevaran la urna al Policlínico Presidente Perón, que lucía una enorme pancarta en su frente: “Dios te salve, Evita”.
El presidente de mesa era el escritor David Viñas, afiliado a la Unión Cívica Radical que luego recordaría: “Llovía. Asqueado por la adulonería que encontré en torno a Eva Perón, me conmovió la imagen de las mujeres que afuera, de rodillas, rezando en la vereda, tocaban la urna que tenía el voto de Eva y la besaban. Una escena alucinante, digna de un libro de Tolstoi”. Viñas sufriría la desaparición de sus dos hijos durante la última dictadura militar. Murió en marzo de 2001.
Perón ganó esas elecciones con el sesenta y seis por ciento de los votos. Reasumiría el 4 de junio de 1952. Eva Perón regresó a la residencia presidencial de la calle Austria para salir ya en muy contadas ocasiones. En mayo, pesaba treinta y siete kilos.
El 11 de noviembre, después de cuatro días de convalecencia, Eva Perón votó por Perón en su cama del hospital
El 11 de noviembre, después de cuatro días de convalecencia, Eva Perón votó por Perón en su cama del hospital
El 1, Día del Trabajador y otra fecha de la liturgia peronista, daría desde la Plaza de Mayo su último discurso. Era consciente de su muerte. Lo dijo en otro de sus mensajes furibundos y violentos, acaso el inicio de la grieta, que llenaban de fervor a sus seguidores y de odio a sus adversarios. “Aquí está la respuesta, mi general (…) es el pueblo humilde de la Patria que aquí, y en todo el país, está de pie y lo seguirá a Perón (…) Lo seguirá contra la presión de los traidores de adentro y de afuera que, en la oscuridad de la noche, quieren dejar el veneno de sus víboras en el alma y en el cuerpo de Perón. Y yo le pido a Dios que no les permita a esos insensatos levantar la mano contra Perón, porque ¡guay de ese día! ¡Guay de ese día! Ese día, mi general, yo saldré con las mujeres del pueblo, yo saldré con los descamisados de la patria, muerta o viva, para no dejar en pie ningún ladrillo que no sea peronista”.
La mañana en la que Perón asumió su segunda presidencia, no hubo quien pudiera detener a Eva Perón, médicos, familia y allegados le aconsejaron ni asomarse a los actos principales de ese día: uno en el Congreso de la Nación y otro en la Casa de Gobierno. Ante su firme decisión de acompañar a Perón, los médicos le aplicaron inyecciones calmantes en los tobillos y en la nuca. Un empleado de la residencia armó una especie de arnés, un sostén de yeso y alambre, para que pudiese tenerse en pie en el coche descubierto que recorrería la ciudad; el arnés quedaba tapado por el abrigo de piel de la primera dama. Hacía mucho frío. Perón le insistió para que se sentara en el interior del auto, pero no hizo caso: quería ver y que la vieran. Tal vez intuía, acaso sabía, que era su última salida, su último contacto con la gente. Lo fue. Soportó como pudo el acto en el Congreso. Pero en la Casa Rosada hubo que aplicarle más calmantes porque el intenso dolor amenazaba con desmayarla. Apoyada con disimulo en el respaldo de una silla vio el juramento de su esposo. Luego se recluyó en la residencia.
Eva internada, se había dejado operar. Pero nunca supo que lo había hecho un oncólogo norteamericano (Fuente: Cien días enferma de Eva Perón)
El 29 de junio firmó su testamento. Un documento que empezaba: “Quiero vivir eternamente con Perón y con mi pueblo. Esta es mi voluntad absoluta y permanente y es, por lo tanto, mi última voluntad”, y era un auto de fe peronista y una entrega a Perón con un candor casi juvenil. Su vida comenzó entonces a extinguirse con enorme rapidez.
El 20 de julio, dos especialistas alemanes revisaron a la paciente y dieron su diagnóstico a Perón: la muerte no solo era inevitable, también era inminente. Perón llamó al padre Benítez para “preparar a la gente” ante la noticia. El sacerdote aprovechó la oportunidad que le daba el sermón de una misa impetratoria organizada por la CGT y anunció: “Ahora, compañeros, ya tenemos nuestra mártir; ya tenemos nuestros mártires porque Dios, al elegir a Eva Perón, nos ha elegido a nosotros para mártires, dado que su dolor es nuestro dolor”.
Por esos días, Eva le dijo a Nicolini, a quien llamaba “Nico”: “Me marcho. Sin remedio. Lo sé. Aparento vivir en un sopor permanente para que supongan que ignoro el final. Es mi fin en este mundo y en mi patria”. Tan consciente era de ese fin, que rompió en llanto al ver una foto suya de los días de esplendor y murmuró “Lo que llegué a ser y, ¡miren cómo estoy ahora!”.
La lucidez sobre su destino no abandonó a Eva Perón hasta que entró en coma. A las once de la mañana del 26 de julio, ya muy grave, dijo a su familia: “Me voy a descansar. Eva se va… Eva se va…” Antes de cerrar los ojos, miró a su madre y dijo: “La flaca se va…” (Keystone/Getty Images)
El 25 de junio, llamó a su fiel manicura, Sara Gatti. Como siempre, Sara fue a verla con su instrumental, sus acetonas, sus limas y sus esmaltes. Pero Eva le dijo que la había hecho llamar para darle un recuerdo personal. “Extendió la mano –recordó Gatti para el libro de Borroni y Vacca– y tomó un pequeño estuche azul que estaba sobre la mesita de luz. Era una pequeña medalla de oro, de unos tres centímetros de diámetro. De un lado tenía el rostro de ella; del otro, la leyenda ‘Eva Perón a Sara Gatti – 1952″. Me dijo: ‘Úsela como recuerdo mío, en su cadena”. Ese día la vi por última vez”.
La lucidez sobre su destino no abandonó a Eva Perón hasta que entró en coma. A las once de la mañana del 26 de julio, ya muy grave, dijo a su familia: “Me voy a descansar. Eva se va… Eva se va…” Antes de cerrar los ojos, miró a su madre y dijo: “La flaca se va…” Luego, se durmió. La agonía duraría aún otras seis horas.
Sara Gatti vería otra vez a Eva Perón, pero ya no con vida. A las siete de la mañana del 27 de julio, cuando el doctor Pedro Ara hubo de terminar su trabajo y declarar que el cadáver de Eva era incorruptible, la manicura lo encaró para decirle que tenía el mandato de la muerta de quitarle el rojo intenso de sus uñas y cambiarlo por otro esmalte transparente. Era un pedido hecho la noche anterior, un último gesto de coquetería a exhibirse post mortem. Perón la autorizó porque había escuchado el ruego de su mujer.
Entonces, Gatti quitó con mucho cuidado de las manos inertes de Eva Perón el rojo intenso del pasado. Luego, aplicó dos capas de brillo transparente “Queen of Diamonds” de Revlon.
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