...son distintas expresiones para un mismo aspecto que es esencial en la vida y el funcionamiento de las sociedades, que debería enseñarse en el sistema educativo. Paradójicamente, en la Argentina permanecen en una bruma para el hombre común, como algo abstracto, ajeno a sus intereses. Por eso, ante cada una de las grandes crisis, la atención se focaliza en los aspectos políticos y en lo anecdótico, y lo fiscal, el factor esencial desencadenante de la crisis, no se explicita adecuadamente (no se dice: “explotamos porque gastamos de más”).
La sociedad no toma conciencia y vuelve a incurrir repetidamente en el mismo error y los oficialismos lo ocultan para evadir su responsabilidad. Para contar de manera somera la parte relativamente reciente de nuestra historia -aunque la anterior fue similar en estos aspectos- se puede decir que Alfonsín aplicó un plan estabilizador -el Austral- que arrancó con éxito, lo que catapultó su popularidad. Envalentonado, fue por más: pretendió refundar la república, con cambio de régimen y de capital del país.
Para afianzar las adhesiones necesarias para implementar ese ambicioso proyecto, relajó la billetera pública y la historia acabó como todos sabemos, en hiperinflación. La razón de ese desenlace no fue otra que el descontrolado déficit fiscal. Vino luego Menem, que aplicó un originalísimo plan de estabilización, que en parte se financió con la venta de activos públicos -las privatizaciones- y con deuda externa. No hay duda que fue de lejos el proceso modernizador y de inversión más importante que conoció la Argentina en muchas décadas (tal vez desde Frondizi). Sin embargo, la situación fiscal era endeble, y lo fue mucho más aún a partir de la implantación del sistema privado de retiros (las AFJP) donde el Estado dejó de percibir los aportes, pero continuó con todas las obligaciones previsionales con el vasto plantel de jubilados del país.
En ese frágil contexto, otro presidente que se envalentonó -Carlos Menem- y fue por la re-reelección, para lo cual tuvo que relajar la billetera pública para que gobernadores y sindicatos apoyaran su osado proyecto, que finalmente no pudo concretar. De la Rúa recibió una bomba con la mecha encendida, muy difícil de apagar sin una drástica reducción del gasto público. López Murphy, su ministro de economía, que tenía claro el panorama, propuso una moderada reducción de salarios estatales que era la última carta que quedaba. La propuesta -quizás no adecuadamente explicitada en lo que evitaría- fue temerariamente rechazada por los gremios.
Para colmo, le tocó a De la Rúa convivir con un período de muy bajos precios para los productos argentinos de exportación. Todos sabemos cual fue el tristísimo final de esa historia: la crisis más tremenda que haya padecido el país, con pérdida patrimonial y de ingresos de los argentinos a niveles nunca antes experimentados. Y, aquellos que se resistieron a la reducción salarial que proponía López Murphy sufrieron una pérdida del doble o del triple en sus ingresos, amén de la desvalorización de sus activos (sus casas y sus ahorros).
¿Cuál fue la causa tras bambalinas? El déficit fiscal descontrolado que nadie quiere financiar. Fue tan descomunal el retroceso en patrimonios e ingresos, que a partir de esa nueva ecuación y con el enorme stock de inversión de los años 90, el país volvió a ser rentable y con equilibrios, tanto fiscal como de cuentas externas. Y, si para colmo, comienza el ciclo con los mejores precios internacionales de la historia, es entendible -aunque no justificable- que quienes arribaron a conducir la Argentina en ese contexto tan idílicamente favorable se sientan próceres, y como tales, pretendan aspirar a quedarse con el 1% de todos los patrimonios del país o con parte de las obras públicas, como tan bien lo graficó en su insinuación sin tapujos el presidente Alberto Fernández en el coloquio de Idea, alguien que conoció a los Kirchner en la intimidad del poder desde el cargo de jefe de gabinete.
Para que la sociedad no se inmiscuya en esas maniobras y les garantice la continuidad en el gobierno, supusieron la rotación matrimonial en los cargos -que la prematura muerte de Kirchner frustró- combinado con una relajación total de la billetera estatal. Más aún, canalizaron todos los ingresos y recursos posibles hacia el consumo sin el más mínimo atisbo de prudencia. Es así que todo ese caudal extra de recursos que implicó la década de precios extraordinarios de las materias primas, vilmente, la Argentina lo dilapidó en consumo, distribuyendo planes, jubilaciones sin aportes, dádivas y absurdos subsidios, a diferencia de Chile, Uruguay y Brasil -para citar solo a nuestros vecinos inmediatos- que usaron la bonanza para elevar a la clase media a vastos sectores de sus sociedades. Cuando todas las cajas estaban en cero -o en menos cero- llegó Macri al poder, creyendo ilusoriamente que con su “marca”, buenas intenciones y algunas medidas en el buen sentido encauzaría al país en una senda productiva.
Sin poner el foco en el núcleo del problema, que es lo fiscal, puede suponerse que en buena medida continuó la línea dispendiosa de la gestión anterior, repartiendo planes, jubilaciones y dádivas, para no ser menos que los “próceres”. Se trata de una suerte de “complejo” del que adolecen todos los gobiernos no peronistas -incluyendo al de la Revolución Libertadora, en 1955- que los hace incurrir en el relajamiento fiscal que los conduce al fracaso. No pueden sostener la austeridad por demasiado tiempo, aunque es verdad que sufren el acoso de sindicatos y del peronismo.
Macri pudo a duras penas completar su mandato, pero la sensación que dejó en la sociedad es que su gestión fracasó. Que las políticas ortodoxas -aunque en su administración no hayan sido tan ortodoxas-, la baja de impuestos y la suba de tarifas no sirven para resolver la crisis argentina. Y dejó la mesa servida para que vuelvan los predicadores de la abundancia sin esfuerzo. Y con ellos estamos desde 2019. Con esa filosofía como mantra, todos los problemas solo pueden agravarse, tal como está sucediendo.
El país no estalló porque el tan denostado agro aportó cada año ingentes sumas por impuestos de todo tipo (retenciones incluidas), porque se abrió un arca llena de tesoros llamada Vaca Muerta, que está brindando de manera exponencial crecientes recursos año a año, y por la proliferación de servicios tecnológicos que se proveen al mundo por argentinos de la tan despreciada clase media por el actual oficialismo (que la llama clase m., que el lector imaginará a que se refiere). Se avecina una oportunidad el año que viene y se escuchan muchas propuestas para salir del actual atolladero que incluyen diversas reformas estructurales que lejos están de ser cuestionadas en su necesidad por este autor -solo repara en la oportunidad- que interpreta que la administración por asumir, antes que abrir innumerables frentes de conflicto simultáneos -en cada sector que se pretenda reformar- deberá abocarse a subsanar dos aspectos trágicos que nos impostó el kirchnerismo: la inflación (que fue controlada por Menem -guste o no a muchos- y por los subsiguientes gobiernos de De la Rúa y Duhalde), y el desdoblamiento cambiario que instauró Cristina Kirchner -que eliminó Macri al asumir para volverlo a implantar antes de irse.
Sin resolver esos dos aspectos cruciales, para lo que será necesario un descomunal esfuerzo, cualquiera de las necesarias reformas estructurales se tornarán irrelevantes. La Argentina debe tener inflación de un dígito (aunque sea alto al principio) y un solo dólar para exportar e importar. Y la única vía para alcanzar esos objetivos pasa por tener cuentas públicas sanas, o equilibrio fiscal, “palabras horribles” al decir de los propulsores de la abundancia sin esfuerzo.
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