Una encuesta con datos alarmantes y cómo sigue la novela de la oposición.
El artefacto político que creó Cristina Kirchner a partir de un tuit empieza a exponer de manera cada día más visible las consecuencias inevitables de tener el peso de los votos sin la formalidad del poder, la “lapicera”. Con cada “no”, Alberto Fernández le quita el velo a los límites que enfrenta un liderazgo que se rigió, desde su origen patagónico, más por la verticalidad que por la negociación o el diálogo.
El presidente no se limitó a resistir sino que decidió desafiar con argumentos propios los tres planteos principales que les hicieron la vicepresidenta primero y después su hijo Máximo, líder de La Cámpora y presidente del PJ bonaerense. Son exigencias que implican, en los hechos, un pliego de condiciones que la vicepresidenta presentó, con un eventual plazo de ejecución: el 17 de noviembre, el Día de la Militancia Peronista.
Con argumentos “envenenados”, Alberto Fernández defendió la “aventura” de su candidatura a la reelección, explicó por qué no estaba de acuerdo en otorgar una suma fija para recomponer los ingresos más bajos. Y mandó a los más encendidos interesados en eliminar las PASO a discutir en el Congreso, sobre todo con la oposición, que tiene la llave para eliminarlas.
La respuesta que dio Alberto Fernández sobre si tiene o no diálogo con Cristina Kirchner.
El Presidente -que habló este domingo con la radio Futurock.fm- va con pie de plomo, pero deja expuesto al kirchnerismo, que pese a contar con el respaldo de gobernadores, intendentes, diputados, senadores y hasta la mayoría de los ministros de su gabinete, no tienen la “lapicera” que define el rumbo de un gobierno.
No lograron alterar la “resistencia pacífica” de Alberto Fernández la indiferencia de Cristina Kirchner, quien apenas lo reconoció como un mal necesario ante la soledad en la que estaba y el riesgo de que “la derecha” siguiera ganando. Ni la descalificación abierta de Máximo Kirchner, que lo destrató por “aventurero” y por “poner cara de víctima, de yo no fui”.
Como se informó semanas atrás desde esta columna, CFK ya no disimula su intención de mostrarse ajena a esta gestión, aunque al mismo tiempo no quiera ser Chacho Álvarez, aquel triste vicepresidente que renunció y llevó a la Argentina al desastre político e institucional que fue la tragedia del 2001. Ella mantiene en sus cargos a todos sus funcionarios, mientras sube la presión para forzar un giro que por ahora Alberto Fernández se niega a aceptar. Fortaleza en la debilidad.
Entre ellos hay urgencias políticas que no comparten pero, sobre todo, una profunda diferencia de diagnóstico. El titular del Ejecutivo expone sus “éxitos”, entre los que resalta tres años de crecimiento del PBI y caída del desempleo. Y la vicepresidenta, alarmada, advierte una caída vertical acelerada en el poder adquisitivo, sobre todo en los sectores medios bajos, bajos y los que le escapan a duras penas a la indigencia, es decir su electorado.
Más allá de opiniones, hay indicios de un escenario peligroso. Está el receso del Mundial que puede criopreservar los problemas que le meten presión al sistema político.
Encuesta preocupante
El último sondeo de la consultora Management & Fit, que dirige Mariel Fornoni, muestra datos alarmantes: la aprobación de la gestión llegó a un récord histórico del 76% mientras que la aprobación se hundió a un mínimo de 18,5%. Son datos que muestran un piso inédito en los casi tres años del gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner.
La situación es aún más grave cuando se mide en la Ciudad de Buenos Aires, que llegó a un piso del 80%, mientras que en el territorio está mal pero un poco menos: casi el 75% es crítica con la forma en que se desenvuelve la gestión nacional. Esa decepción empieza a “contagiar” a la principal colina que Cristina Kirchner quiere defender de una potencial hecatombe electoral: la provincia de Buenos Aires.