19 MAR | 19:30

Confusiones en torno al feminismo

Relato versus verdad, teoría versus sentimiento. La ambigüedad de su definición lleva a muchísimas personas a creer que el cuestionamiento a esa corriente significa una falta de comprensión... Por Alejandro Gamboa
...hacia las mujeres.
 
 
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Cuando una época se convence de que no tiene sentido buscar la verdad, lo que empieza hacer es conformarse con lo verosímil. Y lo verosímil, por supuesto, nunca es tan exigente como la verdad; porque quien busca la verdad, busca la cura real para su dolor y la toma aunque arda. En cambio, quien se conforma con una explicación verosímil de sus dolores puede quedar atascado en la gratificación de lo virtual, que a veces impacta como placebo, y otras como veneno. Allí, en la renuncia de la búsqueda esmerada de la verdad, comienza la importancia política del relato.
 
 
Se ha dicho muchas veces que el feminismo era una moda, y quizás su creciente y repentina impopularidad verifique el aserto. Pero una moda no lo es tanto por la extensión con la que se propaga, sino por la flaqueza del cuerpo que la sostiene. La fortaleza del feminismo no residió nunca en el núcleo de su pensamiento, sino en el manto de significantes que lo revestía, en las experiencias vividas que suscitaba y que tomaron forma arbitraria en una identidad, en una proclama y en un relato, quizás el más potente del último tiempo.
 
 
Para comprender en qué consistió el fenómeno feminista de estos últimos años hay que reconocer primero que en su interior contenía una gran trampa: una definición ambigua que confundía dos cosas completamente diferentes. Por un lado, se empezó a identificar al feminismo con una mayor comprensión sobre los problemas de las mujeres, como el aumento de una consciencia sobre realidades que no eran tenidas en cuenta, es decir, como el desarrollo de una sensibilidad. Por otro lado, se lo empezó a relacionar con un conjunto de corrientes de pensamiento, con un sistema de ideas y valores; en definitiva, como una determinada forma de interpretar la realidad.
 
 
Esta confusión elemental es la que llevó a creer a muchísimas personas que lo uno implicaba lo otro, y por ende, que el cuestionamiento al feminismo significaba una falta de comprensión hacia las mujeres. Este error grosero obvió que el feminismo es, en cualquiera de sus vertientes, una cosmovisión del mundo, y como tal, susceptible a crítica. Una cosmovisión que no sólo hablaba sobre la realidad interna de las mujeres, sino también sobre la conducta de los varones y el mundo en general. Y no solamente hablaba, sino que también pretendía imponer sus preceptos.
 
 
Bajo esta trampa, el feminismo monopolizó la preocupación por los problemas de las mujeres e implantó, capciosamente, un marco interpretativo que hacía eje, no en la razón, sino en los dramas existenciales de una subjetividad específica. Bajo la fórmula lógica “si no adherís a esta idea, entonces querés el mal que buscamos erradicar”, la sociedad civil y política se sintió extorsionada a conceder lo que se le exigía. Cualquier explicación de los asuntos humanos que se atreviera a disentir con la solución propuesta por la perspectiva feminista era acusada de desconocer el dolor. Todo desacuerdo pasó a ser visto como un síntoma de “falta de empatía”. Al elevar el padecimiento personal al nivel de autoridad intelectual, el feminismo le hizo creer a sus adherentes que por el sólo hecho de ser mujeres tenían potestad auto-suficiente para opinar sobre los temas de su preocupación.
 
 
Imperativa, catártica y enajenante, su estructura enunciativa impidió sistemáticamente la comprensión del feminismo mismo. Por eso nunca supo concebir un sujeto crítico capaz de contrarrestar paciente y rigurosamente los argumentos que les eran devueltos. Por el contrario, creó “hinchas” del feminismo, personas absolutamente incapaces de admitir las objeciones que se les ponían enfrente si éstas vulneraban la identidad y la convicción recién asumidas. De esta manera, el feminismo se volvió ante la opinión pública en un mandato obligatorio y en los intereses mismos de las mujeres, ocultando su verdadera identidad ideológica bajo la apariencia de un humanismo compensatorio.
 
 
Todo lo que tuvo de bueno el feminismo lo tuvo de humanista, pero todo lo que tuvo de humanista lo tuvo fragmentariamente, porque el humanismo nunca fue la condición central de su perspectiva, sino el de su fachada; y esta, su mayor anzuelo. Todo lo humanista lo tuvo más en su intención que en su doctrina; quizás y con suerte, en la intención de su doctrina, pero no ciertamente en los principios de su doctrina. Por eso, el feminismo siempre tendió a ser definido desde la experiencia subjetiva de quienes se sintieron parte, y no desde su materialidad concreta y su predicación filosófica formal.
 
De haber sido verdaderamente humanista, el feminismo no habría roto con su universalidad, cualidad esencial del humanismo
Debe reconocerse que el feminismo empujó una mayor sensibilidad sobre las realidades de las mujeres, pero esto no fue el éxito de su perspectiva teórica, sino de preocupaciones sinceras y comunes que se encarnaron en buenas voluntades. De haber sido verdaderamente humanista, el feminismo no habría roto con su universalidad, cualidad esencial del humanismo. Ya que al centrarse machacona y presurosamente en las aflicciones que afectaban a las mujeres -sin contrastarlas con un marco de ideas amplio- esta perspectiva favoreció el atropellamiento de otras realidades humanas contiguas. De allí, la absurda falta de comprensión del comportamiento masculino, la deshumanización vil de los niños no nacidos y el desentendimiento con cualquier cosa que provocara angustia y pudiera presentarse como un obstáculo para la vida propia. Para esta mirada ensimismada, las dificultades de la vida diaria pasaron a ser leídas como factores de una opresión estructural.
 
 
 
Desmalezado el relato feminista, resta ver cuál es el contenido ideológico concreto que infundió este fenómeno. Es un error creer que para entender al movimiento feminista hay que bucear en sus teóricas. Es un error porque las teorías de género (que existen hace décadas) eran bastante marginales hasta hace diez años. Su impulso no tuvo que ver con el avance de un conjunto de ideas con un respaldo científico sólido, ni de un diálogo intelectual auténtico, sino con una instrumentalización política en un contexto cultural propicio. El feminismo se impuso no por una bajada de doctrina, sino por la apelación al sentido común de época. Quienes adhirieron a él no lo hicieron por el encuentro con una literatura, sino por el reconocimiento y asociación con los patrones culturales vigentes.
 
 
Muchas de las que se hicieron feministas no buscaban otra cosa que darle preeminencia a lo inmediato y placentero, erigir al deseo individual en norma suprema del bien social
 
 
El grueso de las chicas que en la Argentina hicieron de un pañuelo un corpiño de liberación sexual, no buscaban otra cosa que el sueño húmedo de su generación: hacer un absoluto de lo efímero, darle preeminencia a lo inmediato y placentero, erigir al deseo individual en norma suprema del bien social. No se hicieron feministas por la lectura estricta de Simone de Beauvoir o de alguna de sus continuadoras, sino por la sintonía entre la narrativa que permeaba desde sectores politizados con los valores que la industria cultural les había dado de mamar. En términos de los semiólogos, sus verdaderas condiciones de reconocimiento no eran tanto las feministas históricas como las canciones de Maramá y Rombai.
 
 
Por eso, para comprender el ideario genuino del feminismo importa mucho más el panfleto del feminismo que la teoría del feminismo. Porque su esencia no se encuentra en las páginas de sus libros, sino en el corazón de sus proclamas. Interiorizadas como propuestas filantrópicas en las mentes más desprevenidas, la lógica de sus consignas asumían los valores sistémicos (individualismo, materialismo, subjetivismo, hedonismo, etc.) como una serie de premisas no conscientes que bajaban como misiles sobre una sociedad previamente sensibilizada por una irritación extrema, un carácter alterado, un pensamiento extenuado y un regocijo incesante sobre el yo.
 
 
Las políticas feministas que se impusieron en los últimos años no lo hicieron por la lucha histórica de las mujeres sino por la implementación explícita de políticas mundiales que responden a un modelo de desarrollo humano atomista
Las políticas feministas que se impusieron en los últimos años no lo hicieron por la “lucha histórica de las mujeres”, sino por la implementación explícita de políticas mundiales que responden a un modelo de desarrollo humano atomista que concibe a las personas como unidades productivas que buscan la maximización de su bienestar. No puede ser -y no es- casualidad el apoyo financiero y político monumental que esta ideología tuvo en los últimos años. Así como el feminismo fue originalmente un subproducto de las sociedades liberales, hoy demuestra ser un refuerzo superestructural de una matriz neoliberal que nos reduce a valor de uso y de descarte.
 
 
Al promulgar la ley de aborto legal, Alberto Fernández dijo que le había puesto fin al patriarcado. Y pese a las burlas que recibió por tal motivo, el presidente esta vez tenía razón. Porque el patriarcado al que le puso fin Fernández no era aquel del que antropólogos y sociólogos han hablado históricamente, aquel que se refiere a una particular distribución de roles sociales entre los sexos. El “patriarcado” que “tiró” Alberto Fernández era la construcción mítica que levantó el relato feminista; categoría omnívora que se fue nutriendo de un sinfín de abusos, crímenes e injusticias para terminar comprimiendo todo en una explicación y una solución unívocas. No puede sorprender que, luego de conseguido el objetivo político más importante del feminismo contemporáneo, el “patriarcado” haya ido desapareciendo de la conversación pública. Consumado su propósito central, su sentido devino superfluo.
 
 
El feminismo que prometía curar llagas, lo que en realidad hizo fue manosearlas; el feminismo que prometía liberación, terminó en sumisión. La marea de mujeres enardecidas que marcharon los últimos años tenía razones de sobra para estar enojadas, pero el objeto de su enojo estaba deliberadamente dirigido y su temperamento, políticamente inducido. Hechos difíciles de aceptar cuando una explicación más complaciente de la realidad se clava como banderín en el orgullo propio y la verdad deja de ser el primer anhelo del corazón y el principal combustible de la inteligencia. Entonces, no queda más que conformarse con las figuras antojadizas que se nos arrojan como respuestas; constelaciones -como el perimido “patriarcado”- que nos ocultan la verdadera faz de este mundo mientras les damos formas a las estrellas.
 
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