El Papa Francisco aprobó una importante declaración acerca de la dignidad de la persona humana
El Papa Francisco recientemente otorgó su aprobación a una importante declaración acerca de la dignidad de la persona humana, emanada del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, que preside el también argentino Cardenal Víctor Fernández.
La Declaración lleva el nombre latino Dignitas infinita ya que, como ocurre, en general, con los documentos de la Santa Sede, aquella es identificada con sus palabras iniciales: “Una dignidad infinita que se fundamenta inalienablemente en su propio ser, le corresponde a cada persona humana…”.
Dignitas infinita, en un texto breve, claro y sustancioso, ratifica y profundiza una clave fundamental de la antropología cristiana, es decir de la concepción cristiana de la persona: la dignidad del ser humano. Se trata de una antropología iluminada por la Revelación, pero a la que también es posible llegar, como lo subraya la misma Declaración, mediante el uso de la recta razón.
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La dignidad es, antes que todo, una condición ontológica del ser humano, esto es, inseparablemente unida a la propia humanidad: corresponde al hombre simplemente por su calidad de tal, en cualquier circunstancia de tiempo o de lugar, cualquiera sea el origen racial, el credo religioso, la nacionalidad, el sexo y la orientación sexual, los propios vicios y defectos.
El peor criminal es poseedor de la dignidad ontológica propia de la especie humana, como también el enfermo, el anciano, el no nacido. Por ello la dignidad humana es infinita: no tiene límites temporales, o geográficos, o culturales, ni siquiera límites individuales. Pertenece a toda la persona, durante la totalidad de su existencia.
Además, precisamente por corresponder al mismo ser, es igualitaria: todos los humanos, es decir, los seres dotados de sustancia individual y naturaleza racional (la Declaración cita a Boecio en su clásica definición de “persona”) poseen la misma dignidad ontológica, aún cuando su dignidad moral se encuentre afectada por el mal uso de la libertad –no obstante que la libertad es propia de la dignidad ontológica- o su dignidad social se encuentre disminuida por sistemas políticos totalitarios, o regímenes económico injustos, o incluso en los casos concretos donde la persona sufre la pérdida de la dignidad existencial, por ejemplo en los casos de abusos, desprecios, tratos humillantes, etc.
El Cardenal Víctor Manuel Fernández
El agravio a la dignidad social importa necesariamente un agravio a la dignidad existencial, aunque no es así a la inversa. Es que el desconocimiento de la dignidad existencial –recordemos que siempre se trata de situaciones concretas- en sistemas en sí mismos justos (dignidad social, esto es, justicia social) no deja de ser un pecado individual. Pero cuando el desconocimiento es a la dignidad social, la dignidad existencial se verá, por regla general, afectada.
La dignidad social puede dañarse de diferentes maneras. Una de ellas es a través de los totalitarismos estatistas, tanto como sistema como por acciones concretas (recordemos el genocidio, Dachau, Auschwitz, Hiroshima, Nagasaki y tantas otras vergüenzas de la humanidad). Pero también se presentan situaciones en las que el agravio a la dignidad social y, en definitiva, existencial tiene lugar en el seno de los sistemas democráticos, supuestamente garantes del respeto de los derechos humanos.
La Declaración pone primero por resalto dos fenómenos de gravedad especial, que afectan por igual a toda la humanidad. Uno de ellos es el daño ecológico, que destroza, además de a toda la naturaleza, al hábitat humano. Es que, como lo señala la Declaración en su Nº 28, “hoy nos vemos obligados a reconocer que sólo es posible sostener un ‘antropocentrismo situado’. Es decir, reconocer que la vida humana es insostenible sin las demás criaturas”; por ello “…no es irrelevante para nosotros que desaparezcan tantas especies, que la crisis climática ponga en riesgo la vida de tantos seres” (lug. cit., con cita de Laudato Deum).
Al daño a la dignidad social provocado por la cuestión ambiental se suma otro, tergiversador del mismo concepto de dignidad humana, a la que se quiere utilizar como fundamento “…de una multiplicación arbitraria de nuevos derechos, muchos de los cuales suelen ser contrarios a los definidos originalmente y no pocas veces se ponen en contradicción con el derecho fundamental a la vida” (Nº 25), como es el caso del supuesto, y perverso, derecho al aborto (llamado interrupción voluntaria del embarazo, o IVE, en el neolenguaje totalitario orwelliano). Así se pretenden presentar como derechos a meras preferencias subjetivas (muchas de ellas contradictorias con la propia naturaleza humana, por tanto contrarias a la dignidad moral y social). Estas preferencias se convierten en derechos “garantizados y financiados por la comunidad” (lug. cit.) como si todos tuviésemos que soportar el costo de los arbitrios de terceros.
Entre las más graves violaciones a la dignidad humana, además de las arriba citadas, la Declaración destaca la pobreza como flagelo social, la discriminación a los emigrantes, la trata de personas, la violencia contra las mujeres, el aborto (que, además de homicidio, es también un acto de violencia contra la madre, normalmente autoinfligida) la eutanasia, la maternidad subrogada, la imposición de la ideología de género, la violencia digital.
Esta enumeración, en la Declaración, no se detiene en un mero listado, sino que avanza en la fundada denuncia de las “tantas violaciones a la dignidad humana, que amenazan gravemente el futuro de la humanidad” (Nº 66) y, podríamos agregar nosotros, socavan el entramado social en pos de un nuevo socialismo de elite, de corte gramsciano y sustancia posthumana.
La Declaración es, entonces, una advertencia que sigue la línea de las observaciones que la Santa Sede formuló con respecto a la denominada “Agenda 2030″, que la ONU nos propone como un paso más en el camino del sometimiento ideológico progresista, que hará realidad el “mundo feliz” (en realidad terriblemente infeliz) profetizado por Aldous Huxley.
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